“Todo le sirve al tío: un estadio o una catedral, el obelisco o el bosque de Palermo. Todo le es útil y sabe que la ciudad está llena de sobrinos. Porque, tío, se nace. Sobrino, también”.
Así lo entiende Alberto Thaler en la antología humorística de fraudes, vivezas y estafas “Los cuentos del tío”.
Nuestra ciudad registra más de dos siglos de delitos de poca monta y de los otros, claro. Y los ingenuos inmigrantes fueron tomados de punto por los maestros de la avivada porteña.
¿Pero de dónde viene eso de tío?
Pues parece que este familiar lejano y, usualmente, millonario, fue el mejor protagonista que se pudo encontrar para desplegar todo un manual de viveza criolla que nació antes que la mismísima República.
Pasaban cosas peculiares ya en tiempos en que la Plaza de Mayo se llamaba Plaza Mayor. Hacia el 1810, cuando era un gran bazar de cucherías, joyas de dudosa procedencia y piedras falsas que se vendían a ambos lados de la Recova el robo y el fraude eran moneda corriente de un lado y otro del mostrador
En medio del griterío de gallinas y el olor nauseabundo de las reses descuartizadas por el camino y expuestas al sol, los tenderos, quizás cansados de los hurtos, conformaron una cofradía para hacer justicia por mano propia.
Sin apelar a la violencia, aprendieron bien cómo cobrarse la mercadería robada. Permitían que un “mechero” del siglo XIX se ocultara una mercancía entre sus ropas y luego entre todos los vendedores registraban al delincuente y le hacían pagar hasta multiplicado por cuatro el valor del producto incautado. Bueno, cuestiones morales al margen, cada cual sabe cómo cuidar su negocio.
En ocasiones, los tenderos se pasaban de la raya y se complotaban para acusar falsamente a algún distraído de haberse escondido algún producto a fin de obligarlo a pagar un precio excesivo.
Para el presunto ladrón, pagar el cuádruple por algo que ni siquiera hurtó era mejor que ir preso, teniendo en cuenta que la Buenos Aires de adobe siempre fue compasiva con los peces grandes pero azotaba en la Plaza a los delincuentes pobres.
En el siglo XX, germinó un nuevo tipo de estafador: los vendedores de buzones.
Se cree que el primer buzón se vendió en septiembre de 1928. La maniobra era mas o menos así: Un hombre decía ser dueño de un buzón. Contaba con algunos secuaces que, ante la vista de todos, le pagaban un dinero por depositar su carta. El presunto propietario del buzón terminaba por vendérselo a algún incauto que pisaba el palito y confiaba en que también podría recaudar por el franqueo.
Siguiendo con los delitos menores, no podemos omitir hablar de comida adulterada. Por eso, las jefas de familia preferían comprar la leche en la puerta de casa y que le ordeñaran la vaca frente a sus narices para evitar que el producto estuviera “bendecido” es decir, rebajado con agua.
Fulleros, tramposos, impostores, embusteros, farsantes, adivinos, usureros, punguistas, curanderos. A Buenos Aires no le faltó ningún tipo de rufián.
“Están ahí, pero no los ves. De eso se trata. Están, pero no están. Así que cuidá el maletín, la valija, la puerta, la ventana, el auto”, le advertía Ricardo Darín a Gastón Pauls en la película argentina Nueve Reinas
“Chorros. No, no, eso es para la gilada. Son descuidistas, culateros, abanicadores, gallos ciegos, biromistas, mecheras, garfios, pungas, boqueteros, escruchantes, arrebatadores, mostaceros, lanzas, bagalleros, pesqueros, filos”, precisaba.
Siempre estuvieron ahí, es cierto. La estafa existe desde tiempos fundacionales por eso, andá con cuidado porque “Cocodrilo que duerme, es cartera”.
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